Amigo
Vino a verme un amigo, recordándome con su visita la enorme distancia que ha crecido entre ellos y yo. Siento como si nos separase (y oscuramente sospecho que así es en realidad) algo más que un simple muro de ladrillo y unas frías rejas. Como en todas y cada una de las escasísimas ocasiones en que alguien viene a visitarme, nos hemos puesto a hablar de los viejos tiempos (aunque las voces digan que tiempo es singular, único, abstracto, y que no puede envejecer), de los juegos adolescentes que recordamos en forma velada, de las jovencitas que amamos y de las que nos amaron, de la sensación de libertad y tantas otras cosas del pasado.
Cuando el carcelero, con disimulo, siguiendo su costumbre, trataba de escuchar nuestra conversación, nos veíamos obligados a bajar la voz hasta registros que apenas nos permitían oirnos, o directamente a callar, perdiendo así una parte de nuestra breve entrevista a causa de la curiosidad malsana del guardián.
He podido observar que, de cuando en cuando, mi amigo suspira profundamente.
- Esos suspiros - le digo - es como si quisieran arrancarnos el alma.
Él asiente y suspira de nuevo. Sin duda siente, como todos, nostalgia del pasado, de la juventud que no ha de regresar, del primer amor, remoto ya y a pesar de todo inolvidable, de las ganas de luchar por cambiar un mundo irrespirable...
- En uno de esos - insisto - fue como perdí yo la mía. Salió limpiamente, sin dolor. - Tras una ligera pausa, continúo: - El dolor vino luego, cuando descubrí el hueco que había quedado allí, en el lugar en que ella estaba, y que no era posible rellenarlo. No hubo nada, material o espiritual, que no probase, te lo aseguro, pero no hubo forma. Ese fue el motivo real por el que me encerraron aquí, que es donde encierran a quienes han perdido el alma. - Es posible - dijo mi amigo sin mucho entusiasmo.
Entonces me acerqué a él, fingí bajar la voz, de forma que el carcelero hubiese de esforzarse por oirme, pero no tan bajo como para que su finísimo oído, acostumbrado a pegarse a las paredes grises de la prisión, y a los húmedos suelos, siempre cumpliendo con su siniestra obligación, dejase de percibirlo, y dije:
- Pero sé que alguien, en alguna parte, ahí afuera, puede devolvermela.
- Espero que así sea. Ahora debo irme. - El amigo estrechó mi mano y luego me abrazó, como si supiera que no habíamos de volver a vernos.


