Figuras
Me he acostumbrado de tal modo a la compañía silenciosa de las arañitas, que ahora me parecería imposible la existencia de esta celda sin su presencia. Mientras ellas tejen sus complejas telas, o simplemente se agazapan en la oscuridad de su rincón, yo les cuento historias que me invento -si la celda es real, toda historia ha de ser, por fuerza, ficticia- o que acaso recuerdo -concepto más arbitrario todavía- de algún tiempo anterior a este encierro.
Recito poemas, dejando que mi voz se eleve, lánguida, hasta el techo, donde los sonidos se quedan enredados en la telaraña. A veces, pasan mucho tiempo sin moverse, sin dar la menor muestra de su existencia, pero yo siento, de una forma que no sé muy bien cómo explicarme, que están ahí, contemplándome, pendientes de cada frase, de cada verso dislocado que mis labios paren hacia la nada, de cada giro de mi voz, y también, también de mis silencios.
Una de ellas, la mayor, a juzgar por la experiencia que demuestra, me resulta particularmente grata. Se las arregla para que sus picaduras me causen el menor dolor posible, y aun cuando no pueda evitar dañarme, siempre consigue que no sufra en exceso. En ocasiones, teje hermosas figuras que yo debo identificar. Una noche, mientras dormía profundamente, tejió sobre mi antebrazo una rosa, cuyos pétalos recordaban aquella otra -¡tan lejana!- que se quedó exánime y aplastada sobre el sendero de la recordada plaza. Por supuesto, al insinuar que aquella flor era obra suya, la arañita se sumió en un altivo silencio apenas quebrantado por el lento deambular de sus patitas sobre la telaraña.


