Telaraña
Y me descubrí mirando al suelo desde la imposible altura del rincón en penumbra. Inmóvil y aprisionado por fortísimas hebras que mis brazos no podían romper. Asombrado, con el miedo común a quienes han quebrantado las reglas y se encuentran de repente en desconocidos campos de batalla, sin espada, sin paladines ni enemigos, con la extensión desconocida e inquietante del desierto poblado de fantasmas y la insobornable duda planeando en torno. ¡Qué intenso el dolor que laceraba mis carnes! Y sin embargo, una inesperada felicidad embargaba mi corazón.
Por cierto que aquella me parecía la más dulce prisión que cualquiera pudiera desear, aunque las cortantes hebras me produjesen cruentas heridas y al mismo tiempo no me permitiesen el menor movimiento. Un tibio perfume a vivencias entrevistas y añoradas llenaba cada espacio en torno a mí, una luz poderosa, inconcebible, iluminaba el intrincado armazón de seda o acero que me mantenía preso, la sutil y fragante telaraña en la que mi cuerpo se hallaba atrapado sin solución...
Y vi las patas de la araña acercándose sin impaciencia, con la exasperante lentitud del gozo anticipado, y no tuve miedo, porque ahora sabía con certeza, por fin, en que lugar me encontraba. Abajo, la litera descansaba sin mí, las hormiguitas llevaban a cabo su interminable trabajo sin importarles mi ausencia, el carcelero miraba a través de la mirilla con aire sorprendido y expresión idiota. Sobre mi cabeza, mi amiga la arañita se acercaba despacio, y yo era su presa...
Algo me hizo comprender que se trataba de un sueño, uno más de los múltiples sueños que llenan mi vida como un burdo sustituto de la libertad. En contra de lo que establecen las normas, decidí seguir soñándolo, seguir gozando de aquella sensación nunca antes experimentada, aquella felicidad dolorosa que me producían las indestructibles ligaduras. Pero la arañita seguía viniendo sobre mí, dispuesta, al parecer, a devorarme. Todavía demoré un poco más en despertar, esperando con ansiedad el roce suave de sus patitas, que ya antes había podido sentir en la realidad oscura de la celda, esperando el sonido de su voz jamás oída, el abrazo asesino y liberador de aquella vieja compañera de celda...
Y sentí sobre mi rostro su cuerpo caliente, su aliento, sus palpitaciones, su deseo. Entonces cerré los ojos y me dije que estaba soñando y que ya era hora de despertar, pero al pestañear de nuevo, aquel cuerpo ávido y negro, aquellas extremidades peludas y ágiles, seguían ante mí, cada vez más cerca, cada vez más ansiosas, y miré su rostro, sabiendo quizá que ya no había escapatoria, y su rostro fue bello porque era el rostro de Ella, de Ella que me había atrapado por fin en su maravillosa telaraña de gestos, miradas, sueños y rutas clandestinas por las que dejarnos llevar hacia un horizonte impredecible, en su incognoscible laberinto de ausencias y regresos, que ahora iba a verse borrado de golpe porque venía acercándose para consumar la comunión definitiva de nuestros seres: Uno, real; otro, soñado. Luego, ya solo el contacto de su piel, solo su aliento junto al mío, mezclándose en el aire, solo el sabor de la agonía y de su cuerpo entretejiéndose a mi carne, solo el suave perfume, las luces extinguiéndose, y el silencio, por fin, ocupando de nuevo rincones en penumbra.


