Sueño
Apenas cierro los ojos, la veo, a Ella, ahí de pie en el rincón, mirándome sin impaciencia, con una sonrisa dibujada en sus tan deseados labios. Cuando eso ocurre, el carcelero, no sé muy bien cómo, lo intuye, y viene prestamente hacia mi celda. Entonces me veo en la necesidad de abrir los ojos. Al hacerlo, Ella desaparece, y si lo miramos bien, es lo mejor que podría ocurrir. De lo contrario tal vez esos ojos crueles, inhumanos, indignos ojos de carcelero, llegasen a contemplar, siquiera un instante, la imagen de mi deseo y mi esperanza, acaso con la lujuria que se les presume a tales seres: Es sabido que los ojos de los carceleros restan belleza a lo mirado.
Por eso, aun en el sueño, debo estar siempre atento, y cuando mi oido, ya habituado a los sonidos sin nombre que forman la compleja música de la celda, percibe los acelerados latidos del infame corazón del carcelero al otro lado de la puerta, mis ojos se abren de inmediato aunque me halle en la más profunda y recóndita hondonada de la tierra de los sueños.
Sé que, a veces, él se agazapa durante horas junto a la puerta, en el exterior, esperando que el cansancio me someta, que el sueño me venza y convoque la añorada visión, pero aunque mis sentidos vacilen, aunque las sombras de la inconsciencia se abalancen sin piedad sobre mí, mantengo los ojos abiertos, privándome, privándole, de la presencia reconfortante de Ella, cuyo rostro no ha de ser visto jamás por el odioso carcelero.


