Conversaciones
El carcelero, a veces, finge ser amable. Charla conmigo, se interesa por mi salud, por los motivos de mi tristeza; me ofrece cigarrillos, alguna chocolatina, refrescos, todo aquello, en suma, que normalmente nos está vedado a los reclusos. Me cuenta historias de su infancia y de su barrio, tratando de que olvide con la conversación la ausencia de mis arañitas. Cuando, tal vez a causa de una tenue disminución de la tensión reflejada en mi rostro, cree llegado el momento, se deja de rodeos y va en busca de lo que verdaderamente persigue: Me pregunta por Ella.
Hay ocasiones en que, por un instante, dudo. Pero esa falta de sutileza por parte de mi interlocutor es mi mejor aliado. De ese modo, siempre consigo reaccionar a tiempo, evadiendo la respuesta, aunque debo confesar que alguna vez he estado muy cerca de traicionar mi secreto. Entonces, él no puede evitar el rictus de contrariedad que deforma su cara, en especial cuando mi sonrisa le dice que su juego ha quedado, una vez más, al descubierto.
Cuando eso sucede, se terminan los refrescos, las golosinas y las conversaciones al atardecer. Pasado un tiempo, vuelve a intentarlo. A veces, yo también participo del juego: finjo hablarle de Ella, aunque no sea realmente de Ella de quién le estoy hablando, si es que en verdad hay que admitir tal posibilidad. Observo como anota con cuidado en su libreta cada rasgo rigurosamente inventado, cada matiz inexistente de la voz. Cuando termina la tarde, y el carcelero escucha mi estrepitosa carcajada, sabiéndose burlado, rompe en mil pedazos los apuntes y sale enojadísimo de la celda.
Alguna vez, no obstante, me ha parecido sorprender en sus ojos la sombra de una lágrima, y me pregunto si no será que él se siente tan solo como yo mismo y necesita una presencia inventada para soportar el peso de los días que nunca terminan. Por esencia, se sabe que los carceleros carecen del don de la imaginación. No es de extrañar, entonces, que a falta de fantasías propias, recurra a las mías.


