Despertar
Al despertar, me he hallado en una celda, y poco a poco han ido surgiendo las inevitables preguntas: ¿Dónde estoy? ¿Y por qué aparentemente encerrado? Y, sobre todo, ¿desde cuándo? Miro a mi alrededor y no logro recordar nada. Ni las grises paredes, ni los sombríos rincones, ni los sólidos barrotes.
Pero por más que fuerzo la memoria, no existe un recuerdo anterior a la plaza en calma, al sonido de los tacones sobre la gravilla del sendero, al sacrificio de la rosa; como si mi existencia hubiese comenzado allí y en aquel mismo momento. No obstante, cuando más tarde ha venido el carcelero a traer el desayuno, su presencia me ha resultado enormemente familiar. Su rostro, sus gestos, incluso su voz... todo en él me es conocido, y pienso, con tristeza, que acaso siempre estuve aquí y jamás fui consciente de ello, que siempre fui un prisionero y no conocí el significado del encierro hasta que vi el símbolo de mi libertad caminando con soltura por la plaza, hasta ese fatídico y maravilloso momento en que Ella irrumpió como una intrusa en mi vida sin molestarse siquiera en llamar a la puerta.
Ahora habré de reacostumbrarme a habitar la celda, ese lugar desconocido, pues nunca supe interpretar el sentido exacto de las rejas. Hoy esas rejas son palpables y frías, dolorosas en su metálica impasibilidad, crueles en su inmovilidad que me condena. Consecuencia irrevocable de haber descubierto esta situación, o de tener conciencia de ella, es el deber de luchar con todas mis fuerzas para escapar, cumpliendo de ese modo el código no escrito del recluso. Empeñar la vida y la cordura en alcanzar esa libertad que acaso exista, que tal vez esté esperándome en algún lugar, en alguna plaza de otoño con palomas.


